lunes, 9 de enero de 2017

EL TREN DEL INFIERNO (1985), de Andrei Konchalovsky

Si queréis escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla acerca de "La quimera del oro", de Charles Chaplin, podéis hacerlo aquí.

Quizá no haya infierno para los hombres que han sido demasiado derrotados. Todo puede reducirse a un estado permanente de huida que se convierta en un mero espejismo de la libertad. Esa libertad que tanto se les niega desde el mismo momento en que se les trata como a bestias sin alma y no como a hombres que tienen que pagar una deuda a la sociedad. La cárcel es un hervidero de violencia que trata de ser ahogado con brutalidad. Y ahí fuera hace frío, mucho frío. Tanto que es posible que ni siquiera la piedad pueda sobrevivir.
Una bala sobre vías recorre el camino gélido hacia una supuesta libertad. Ellos, los que se han fugado de una prisión de máxima seguridad, ignoran que esa libertad se llama muerte. Hasta el diablo parece saber conducir una locomotora que no tiene ningún destino salvo los aledaños del infierno. Y el frío, el viento, la nieve, la locura, el caos, son solo elementos humanos que se traducen en decisiones arriesgadas, en permanentes fugas que se planean y ejecutan en la misma libertad. Sí, tal vez, la libertad también sea una prisión de alta velocidad. Tal vez, no haya nada después de la última traviesa.
Los hierros quedan retorcidos esperando una última cita con el destino. Ese mismo que ha ido eludiendo los parajes más congelados de la personalidad que ha sobrevivido a base de odio y rabia. La inocencia quizá no sea condenada y la ira tenga reservada la violencia definitiva. Más vale esperar la llegada del averno de pie y mirando de frente, como lo hacen los verdaderos hombres, esos mismos que han sido tratados como bestias sobrantes, como alimañas fragmentadas de irresponsabilidad brutal.

Hay dos elementos que elevan esta película por encima de sus propios fallos. Uno es la fantástica interpretación de Jon Voight en el papel de ese recluso con piel de reja y sonrisa de cadena, capaz de helar con una mirada, de poner sobre el pensamiento toda una filosofía de vida basada en el empuje y en el coraje aunque no siempre con la motivación acertada. El otro, por supuesto, es la idea argumental que nace de un director del calibre de Akira Kurosawa, obsesionado con la maldición y la conjunción de acontecimientos que conducen al tope y al descarrilamiento de nuestras vidas. En su contra, la interpretación, insoportablemente bisoña de Eric Roberts como el compañero de Voight en esa huida que jamás podrá tener fin, la aparición de John P. Ryan como el desquiciado y desafiante alcaide de la prisión de la que se fugan, la dirección, a ratos discutible de Andrei Konchalovsky que intentaba abrirse paso en Hollywood a patadas y la descolocada banda sonora musical a cargo de Trevor Jones, inadecuada, anticuada y totalmente olvidable. Todo ello está fácilmente sobrepasado por el significado de la historia, por esa venganza en la misma muerte, por esos personajes atrapados y solitarios que solo son capaces de sentirse acompañados cuando el destino se acelera y pierde el control en la crueldad de sus propios sentimientos. 

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