lunes, 30 de enero de 2017

NIXON (1995), de Oliver Stone

Las entrañas del poder se revuelven sobre sí mismas, inquietas, cuando alguien trata de manejarlas sin recato. Cuando se está en lo más alto y se decide sobre la vida de millones de personas, la tentación del absolutismo es demasiado fuerte y hay que tener muchos redaños para hacerla frente. El poder es una bestia que se mueve, siente, padece, muerde y agota y, con frecuencia, se intenta dominar inútilmente para subyugar sus encantos, su erótica y su fuerza a los pies del adicto de turno. En esta ocasión, era un abogado de sueños imposibles que trata de coger siempre el atajo más cercano. No importa el objetivo, lo que importa es llegar. Y así, la sombra de otros más competentes que él se cierne sobre su conciencia, llenando sus ojos de lágrimas porque en el fondo quiso ser amado y solo consiguió el odio, solo encontró el rechazo. Por el camino, un hermano muerto que, sin duda, estaba destinado a ser el elegido; una madre autoritaria que siempre se mostró lejana e inaccesible; una esposa que aguantó todo lo que una mujer puede aguantar siempre estando al lado de un tramposo con imagen de triunfador; un deseo irrenunciable de ganarse a todos consiguiendo muy poco; la trampa definitiva escondida detrás de innumerables telones; el sacrificio de sus más cercanos colaboradores; la soledad de una noche turbia, envuelta en drogas y decepciones; el fantasma de otra guerra civil; el adiós definitivo y vehemente. El poder, al fin, había devorado a su ejecutor. El destino se había cumplido. La nada había sido derrotada.
Detrás de mensajes de patriotismo exacerbado y de teatral orgullo, siempre se suele esconder el espectro del fascismo, amenazante y silencioso, esperando su oportunidad para hacerse un hueco en medio de una situación de emergencia para aparecer como algo natural e integrado en el sistema democrático. Querer regresar a la arena electoral para ganar una vez más no deja de ser un error que termina pagándose en lo privado y los nuevos emperadores hablan sobre naderías mientras sobre sus cabezas planea el dominio del mundo, siempre ladino, siempre innecesario. Las estrellas que brillan demasiado terminan apagándose y quien quiere pasar a la posteridad termina recibiendo  la bofetada del olvido y, sobre todo, de la indiferencia. Al poder hay que presentirlo, intuirlo, vislumbrarlo y poner los medios necesarios para adelantarse a sus coletazos de ambición desmedida. La democracia se pervierte. La regeneración se presenta. La firma se estampa. El líder se entrega.

Extraordinario trabajo de Anthony Hopkins como el Presidente Richard Nixon, conocido como Tricky Dickie por su afición a las trampas que, en manos de Oliver Stone, se convierte en todo un retrato del poder indomable y peligroso que se revuelve con fiereza en época de turbulencia. Siempre atrayente y desafiante, nadie está a salvo de caer en los brazos del poder absoluto porque, en el fondo, todos somos absolutamente corruptibles. El error está en creer que se está por encima de los demás con una superioridad moral evidente porque ése, precisamente, es el primer signo de que se es aún peor. Y ahí es cuando nos entregamos, sin darnos cuenta, al salvador que nos hundirá aún más.

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