viernes, 13 de enero de 2017

UN GRAMO DE LOCURA (1954), de Melvin Frank y Norman Panama

Ser ventrílocuo es una profesión de riesgo. Más que nada porque llega un momento en que no sabes si estás hablando por tu boca o por boca del muñeco. Y hay que reconocer que el muñeco se gasta una mala idea que huele a pegamento. Siempre habrá alguien que se preocupe por ti, desde luego. Alguien que reconoce tu enorme talento para hacer reír a las multitudes pero que también quiere despejar las sombras acerca de tu salud mental. Pero casi, casi que el remedio es peor que la enfermedad. Resulta que la psiquiatra que te tiene que tratar es más atractiva que el mejor chiste y aunque eres un experto en meter la pata…estás enamorado hasta las trancas. Pero no queda ahí la cosa. Unos espías más bien torpes han sacado de Londres los planos de un arma secreta y los han escondido en tus malditos muñecos. Así que no solo vas en busca de besos sino que te vas a encontrar muertos.
En un estado de desequilibrio mental esto no es lo más saludable. Duchas equívocas, zapatos fuera de lugar, un fiambre en el armario, una habitación de hotel que no es la habitación del hotel donde te alojas, un matrimonio que, amablemente, cede su coche como lugar de paso, un fabricante de muñecos bastante traidor, una resolución algo precipitada y sobre todo y ante todo, un baile que puede ser uno de los más delirantes de la historia del cine, uno ahí arriba, en un escenario, foro de malas interpretaciones y rusos sin vergüenza. La música se arremolina y hay que conquistar a la bailarina y el más torpe es el que lleva el espectáculo. Pasos a izquierda y a derecha, el deseo incontrolable de huir porque todo el mundo te quiere detener. Los de un bando, los del otro, la policía, la chica, los del ballet, el público que se siente confundido, el director que ya no sabe cómo llevar la orquesta…La locura no eres tú, querido amigo. Es el mundo que tiene más de un gramo encima.

Por una vez, Danny Kaye no es el cómico irritante, sino el ventrílocuo de salud mental quebradiza que intenta que, por una vez, los sentimientos no le traicionen. Y el resultado es, posiblemente, la película más divertida que hizo nunca. Con persecuciones, puertas que se abren y se cierran y que, cuando se abren, más vale que se vuelvan a cerrar; con la chica cayendo enamorada de la agudeza del ventrílocuo, con ese increíble baile, gracioso y brillante, que corona toda la acción de la película y que termina por desatar la carcajada, esa misma carcajada llena de clase que reinaba en el cine de los años cincuenta y que ya se ha perdido en la supuesta gracia de un montón de muñecos actuales que basan todo en la astracanada y en la grosería. Y es que, de vez en cuando, más vale dejarse asimilar un gramo de locura entre tanto razonamiento serio y trascendente que hace que, poco a poco, el mundo vaya perdiendo su sentido del humor. Es mejor ser un tipo honesto, que lucha por su chica, que está dispuesto a bailar como si tuviera un puñado de vodkas encima y que, al final, pasa de nuevo por el coche en el que, pronto, faltará sitio.

No hay comentarios: