miércoles, 15 de febrero de 2017

EL BOTONES (1960), de Jerry Lewis

Stanley ha nacido para trabajar en un hotel. Se pasa el día silbando, aceptando sin rechistar las órdenes aunque, la verdad, es un poco desastrado. Va impecablemente vestido pero comete errores, se hace líos, se da cuenta de que es inoportuno y no sabe desaparecer cuando es conveniente. Es una de esas personas que derrochan buena voluntad pero no tiene habilidad. Eso sí, si le mandan poner mil sillas plegables en el auditorio, él lo hace pacientemente y en un periquete. Si le dejan a solas con los atriles vacíos de una orquesta, la dirige maravillosamente. Si le encargan pasear a todos los perros del gigantesco hotel, él hace lo que sea para que le arrastren…digo para que le sigan. Mientras tanto se va cruzando con personajes variopintos. Por ejemplo, un tipo que come la más sabrosa de las manzanas…solo que la manzana no existe. O aquella otra gorda sin redención que después de someterse a un estricto régimen de adelgazamiento se come una caja de bombones entera y vuelve a su condición obesa. O al mismísimo Milton Berle sirviendo de botones en el hotel. Diablos, si hasta se encuentra con un tipo que se parece sospechosamente al propio Stanley y que responde al nombre de Jerry Lewis. Servir en el Hotel Fontainebleu es una tarea de titanes. Y Stanley, aunque nadie lo sepa, lo es.
Charles Chaplin elogió sin ambages esta película y la calificó como la más digna heredera de su arte. Estructurada en sketches sin más unidad argumental que la del personaje central y homenajeada posteriormente por Tim Roth en Four rooms, Jerry Lewis consigue una película tronchante, con algunos momentos memorables, jugando con perplejidades e incoherencias en el mundo de la risa, con cierta elegancia que luego perdió en algunas de sus películas posteriores. Lo cierto es que nos transportó al mismo hall del mítico Fontainebleu de Miami para retratar a todo un ejército de botones, dirigidos militarmente entre los que destaca un chico que es más inteligente de lo que parece pero que le encanta meterse en líos. Una base argumental muy simple para articular un homenaje a Stan Laurel que estuvo a punto de hacer la película y que fue sustituido en el último momento por Bill Richmond.
Y es que servir a los demás con sus caprichos, sus sentimientos de superioridad por el mero hecho de ostentar la condición de clientes, sus complejos exteriorizados y sus frustraciones interiorizadas y sus insoportables personalidades no deja de ser un ejercicio de tranquilidad y de profesionalidad. Stanley corre de un lado a otro para atender a todos e incluso no sabe qué hacer cuando tiene un rato libre. Quizá incluso se invente una diversión pasajera y se dé cuenta de que comer no es tan fácil en un hotel que se llena de gente en un segundo y medio. Pero estoy seguro de que la mayoría de ustedes estarían encantados de tener cerca a un botones como Stanley si fueran a un hotel de espacios amplios y piscinas interminables. Se sentirán como en casa.


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