miércoles, 5 de abril de 2017

COPYCAT (1995), de Jon Amiel

El miedo está ahí fuera, acechando a la ansiedad, como un psicópata asesino que solo quiere copiar la maldad ya ejecutada. Los pasillos se vuelven agobiantes, angustiosos, demasiado estrechos, demasiado anchos, demasiado largos. No estar protegido por las cuatro paredes que delimitan una casa es insoportable. Quizá porque el pánico ya se ha instalado como un inquilino más y sale al encuentro del más desprevenido. Es hora de que la inteligencia salga de su escondite, es hora de enfrentarse a las fobias.
No es fácil ser inspectora de policía en un mundo de hombres. Y, sin embargo, todo ello tiene un punto de atractivo. Tal vez porque se sabe lo que se hace. Tal vez porque hay una cierta simpatía en el fondo de la investigación. Lo único que falta es la experiencia suficiente como para relacionar los extraños crímenes con antiguos titulares. Los asesinos múltiples quieren ser atrapados y siempre tiene que haber alguien que tome el papel de perro de presa. Todo será un poquito más fácil con la que más y mejor ha estudiado a los asesinos en serie. Más que nada porque ella sufrió en su propia carne el aliento del cruel sufrimiento. Un vestido rojo, una vida que depende de las puntillas, un zapato caído y un gesto de rebanarte el pescuezo. Encantador, inspectora Monahan.
En el aparente orden de una investigación hasta cierto punto tranquila irrumpe la brutalidad. No hay aviso previo porque todo está pensado para hacer daño a la tipeja que testificó en contra de un asesino de sangre muy fría. Habrá una placa caída y una necesidad de supervivencia que acabe por ahogar la temida agorafobia, el miedo a los espacios abiertos. El encuentro de cerebros de mujer será tan efectivo que el asesino no tiene nada que hacer. Solo que no es el auténtico asesino. Quizá porque, en esta ocasión, el asesino también es una copia de otro. Sí, porque los criminales también se pueden fabricar artificialmente. Basta con incrustar unas cuantas ideas en algún que otro pensamiento débil y así la rueda no para y la amenaza estará a salvo siempre, entre rejas, entre rencores. Y no hay nada que alimente más la saña que el asesinato premeditado, que el deseo de venganza, que la mirada de odio que jamás se rinde. La copia está servida. La idea flota en el aire.

Más que notables fueron las interpretaciones de Holly Hunter y Sigourney Weaver en una película que, en principio, estaba destinada a ser una producción rutinaria con psicópata dentro. Ellas dos son el alma de la película que crece por momentos con sus miradas sabias, con sus dotes de estupendas mujeres que se alían con sus limitaciones para atrapar al hombre que merece la extirpación de sus maquinaciones. Todo es una copia de asesinatos ya cometidos, de asesinos múltiples que desafiaron a la policía. Esta vez será más difícil pillar al que copia.

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