viernes, 30 de junio de 2017

55 DÍAS EN PEKÍN (1963), de Nicholas Ray

La tensión va creciendo porque un país agoniza de hambre mientras unas cuantas potencias extranjeras se reparten la mayor parte del botín. China no merece vivir de rodillas y la rebelión se extiende como la pólvora. Pero como tantas otras veces, la revolución es una prostituta que se alía con la crueldad, con el odio visceral. La revolución no hace justicia, se venga. La revolución no hace prisioneros, los ejecuta. No importa que en su día se hicieran concesiones para que las potencias se instalaran a lo largo y ancho de China para sacar tajada de sus inmensas riquezas naturales y de su vasta fuerza de trabajo. China está harta y esos malditos extranjeros lo van a pagar.
En medio de la turbulencia política y social, un amor imposible nace para morir. Ella es refugiada, perseguida por las autoridades de su propio país. Él es un aventurero sin hogar, que yace allí donde el ejército le necesita, que sabe que el amor no es más que el descanso de un par de días. En su orgullo, la arrogancia del militar de carrera, que siempre ha defendido el honor de su país aún a riesgo de saber que estaba equivocado. No admite la tortura gratuita, ni la humillación exhibicionista. Sabe combatir y acudirá a la lucha si es necesario pero siempre con un sentido del deber reservado para los grandes hombres.
La diplomacia es el arte de mentir con una sonrisa y decir la verdad con soltura, de tal manera que la mentira sea creída y la verdad, despreciada. Eso lo sabe muy bien el embajador británico que tiene que lidiar con la insidiosa mirada del valido de la Emperatriz y con un pueblo que se desangra con el hambre con que la monarquía paga a sus súbditos. Una palabra amable pero firme. Una orden dicha con el ceño levantado. Una pequeña incursión nocturna para recordar viejos tiempos de viejas batallas. Se creyeron capaces de resistir un asedio de siete días, han pasado cincuenta y cinco y la desesperación parece el peor de los cañones.

Quizá el fracaso más inmerecido de Samuel Bronston como productor fue esta película que estaba destinada a ser un éxito. Nicholas Ray dirigió con particular maestría las escenas íntimas y discutió con el productor porque no quería hacer una película de aventuras en la misma hoguera de la pasión. Charlton Heston odió profundamente a su compañera de rodaje, Ava Gardner, y no supo dar con el tono que requería ese militar duro y, a la vez, con corazón al que interpreta con aires de vaquero. David Niven resulta el mejor de todo el reparto porque pone en práctica la flema inglesa con singular maestría sin renunciar a la acción. Por detrás, excelentes secundarios como el médico Paul Lukas, o el sacerdote Harry Andrews, y aún más atrás, excelentes decorados, despliegue de medios, épica en cascada…y, sin embargo, algo le falta a la película. Es como si le hubiesen robado parte de su alma y no hubiera nada en su lugar, como si algunas historias se cerrasen en falso y algunos ánimos se diluyeran en las dificultades. Tuvo que ser una gran película y se quedó en buena. Mientras tanto, una niña mira hacia el futuro porque un tipo duro y con corazón la recoge después de una batalla. Tal vez, las intenciones sí que permanecieron en esos cincuenta y cinco días soñados por  Samuel Bronston.

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