martes, 27 de junio de 2017

EL SIRVIENTE (1963), de Joseph Losey

Barrett es el perfecto mayordomo. Solo tiene un defecto. Es ese gesto, casi imperceptible, que su cara dibuja justo después de recibir una orden. Ahí delata que sus intenciones son aviesas y que, en el fondo y desde su posición de servidumbre, solo quiere invadir espacios, marcar territorios, intercambiar papeles. Es paciente, tiene la tranquilidad del humillador. En su servicio hay siempre un ligero matiz de insulto. Es manipulador, es puro vicio trasladado al otro lado de la puerta de la cocina. Es un terrorista social que ataca por la espalda cuando no se le ve venir. Cree que él merece ser el amo y el amo ser su criado. Va extendiendo su pegajosa tela de araña en silencio, como quien no desea ser notado. Solo hasta el golpe final. Solo hasta que los abismos de la locura se abran en el reducido espacio de la casa de su señor. El desprecio está permanentemente en su ánimo. La sedición es la parte más importante de sus intenciones. Barrett es muy peligroso. No hay que tomarlo a la ligera.
No hay nada más fácil que tender trampas en la sociedad acomodada a través del vicio. Solo hay que abrir puertas y dejarlas bien abiertas para que puedan respirar, desde su distancia, la misma degeneración. En su interior, Barrett sabe que los estúpidos petimetres de la clase alta desean ser golfos de baja estofa y que cuando prueban ese mundo ya no pueden salir. Entre otras cosas porque son débiles. Y Barrett puede fingir, puede retirarse momentáneamente, puede adoptar la forma más discreta pero no es débil. Es implacable. Es un monstruo que se mueve entre plumeros, copas de coñac, platos, ensaladas, comida india, detalles insignificantes…así hasta que llega a aceptar la ventaja añadida de mujeres que, en teoría, están fuera de su alcance. Así, la invasión llega a ser total. Así, la erótica del poder cambia de bando. Y su gesto…su gesto de asco y desprecio llega a ser el preludio de una locura anunciada. Como un visitante inesperado en una casa con mayordomo. Como la certeza de que la vida de los demás importa menos que eso que nos mancha los zapatos en la calle de vez en cuando. Barrett quiere dominar. Y hará todo lo que haga falta para conseguirlo.

Joseph Losey dirigió esta turbadora película con la colaboración de un Dirk Bogarde en estado de gracia, portador de las peores cualidades del conspirador más abyecto, silencioso manipulador que ofrece sin ofrecer, que enseña sin adoctrinar, que proyecta su sombra desnuda envuelta en humo lanzando una mirada de desafío hacia los que mandan. Todo un compendio de actitudes de prepotencia bajo la máscara del servicio hacia los demás. Y no nos engañemos. Barret, bajo el rostro de Bogarde, quiere ocupar el sitio que le corresponde. Mucho cuidado al mirar en la dirección equivocada.

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