viernes, 22 de septiembre de 2017

EL CONTRATO DEL DIBUJANTE (1982), de Peter Greenaway

Un retrato de la alta suciedad dibujado por un tirano bajo contrato. En las cláusulas de ese acuerdo están la lujuria, la inquina, la soberbia, la vanidad y, desde luego, el dinero. Todo con tal de que ese tipo haga doce dibujos de una finca señorial de Inglaterra bajo sus condiciones. Criados fuera, prendas colocadas en lugares estratégicos para sugerir la posición de poder en la que está mientras dibuja, animales dispersados…todo con tal de que el arte se abra paso en una continua orgía de falsedad y fingimiento. Y es que en la aristocracia británica eso es algo que ha proliferado desde tiempos muy remotos. Todos elegantes, impecablemente bien vestidos, con las últimas novedades en pelucas traídas directamente desde París, con modales impecables pero hablando de bajezas morales, pasiones rastreras, degeneraciones privadas y apariencias deseadas. No hay nada debajo de esos pelucones ridículos. No hay nada más que la inteligencia que decide plasmar un dibujante en la inocente colección de doce esbozos de una finca entregada al más salvaje deseo. Los dominadores dominados. Y, por supuesto, la venganza no se hará esperar para que los dominadores sean otros. Incluso si lo único que hace falta es un asesinato lleno de vileza.
El dibujante se aprovecha aunque no más de lo que lo hacen los otros pretendidos aristócratas que pueblan la casa. Ellos pretenden heredar un título, coger unas tierras, disfrutar de unas mujeres a su capricho libertino. En el fondo, ese dibujante que resulta ser tan incómodo les quiere dar una lección y el profesor no sabe que se está jugando la vida a cada trazo. Cada línea está pensada, encuadrada en su sitio correspondiente, con una técnica impecable de observación y realización. El contrato debe cumplirse y, aunque es conveniente hacer correr el rumor y el disgusto, no deja de haber un cierto placer pecaminoso en todo ello. La conspiración no tardará en fraguarse con el jugo de unas granadas. Y el dibujante volverá para realizar una última obra maestra en la que solo él se dará cuenta del detalle que no está aunque esté. Incluso la observación resulta un juego de faldas levantadas y encajes libidinosos.

Peter Greenaway dirigió con la precisión de un dibujo una película que resulta enormemente turbia a pesar de sus hechuras elegantes, impolutas, llenas de verdes prados, vestuarios recargados y vidas cómodas. No deja de insultar a aquellos que se aprovechan para, luego, tramar una venganza que puede ser justa, según los ojos que miren. En eso, deja la palabra al espectador, que es el que tiene que decidir si la muerte es la recompensa adecuada a un contrato firmado con el consentimiento de ambas partes o si, por el contrario, la lección moral debería ser una losa que nadie está obligado a mover. Ustedes deciden. Cuidado con lo que firman.

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