martes, 31 de octubre de 2017

LA HIJA DE RYAN (1970), de David Lean

Mañana, festividad de Todos los Santos, no habrá artículo. Volveremos el jueves para el consabido estreno semanal. No faltéis, os contaré un secreto.

En un lugar donde la tierra termina y se abre el mar inmenso, parece que los sentimientos se precipitan por el abismo de los acantilados de la pasión. El patriotismo, el romance, la estabilidad, la seguridad, el amor verdadero, la caridad, la envidia, el dolor, profundo dolor…todo eso parece juntarse allí, en el borde, mirando al agua que a veces besa la orilla con suavidad y otras parece azotar con furia en la costa, como queriendo avisar a la gente de que tienen que despertar y dejar que el rencor huya como un náufrago. Las apariencias en Irlanda son siempre importantes. No solo tienes que ser honrado, también tienes que parecerlo. La ira del pueblo se desboca y el escarnio se produce. La humillación se presenta y el resultado, tal vez, sea que el mismo viento susurre al oído que es hora de ser uno mismo, de amar como realmente se quiere amar, de vivir más allá de las convenciones morales, de aceptar la vida con la normalidad que niega la misma Naturaleza. Todo porque un pueblo entero entra en la vorágine del odio y necesita chivos expiatorios para desahogar su frustración.
El aire es un látigo que incomoda en la playa del corazón. El hermano menor del odio es el desprecio y, si aparece uno, el otro no tarda en llegar. Solo las lágrimas de un pobre sacerdote que trata de ayudar en todo lo que puede serán las testigos de la vejación que no debería dejar huella. Tal vez porque hay personas que, con sus experiencias, están por encima de todo eso, de la masa manipulable, de la estupidez generalizada, de las maquinaciones absurdas que igualan el adulterio con la traición, la moral con el patriotismo, la violencia con la justicia. Las olas imbatibles seguirán ahí, demostrando cada día que la pasión debería de estar por encima de todo. El que no ama, sencillamente, no vive. Y en ese pueblo, salvo un par de excepciones, están todos muertos.

Levemente sobredimensionada cuando es una historia que pide muchísimas más dosis de intimidad, La hija de Ryan fue un sonoro fracaso en la carrera de David Lean que le condenó a no dirigir durante más de quince años. A pesar de contar con un reparto competente en el que destacan Trevor Howard en el papel del párroco, la sabiduría de Robert Mitchum como el maestro del pueblo y ese retrasado mental que interpreta magistralmente John Mills, la película se resiente de la elección de Christopher Jones para el papel del jefe de la base militar más cercana que inicia un tórrido romance con Sarah Miles (de hecho, para ese mismo papel David Lean quiso desde un principio a Marlon Brando) y de la desafortunada banda sonora de Maurice Jarre. En cualquier caso, revisada hoy en día, La hija de Ryan es una maravillosa radiografía del provincianismo irlandés, sometido a la politización diaria en su vida que, ladinamente, trata de asesinar con los escándalos más íntimos de los demás. Y también con las personas que realmente merecen la pena.

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