viernes, 9 de marzo de 2018

LA LLAVE (1958), de Carol Reed

Son tiempos difíciles. La guerra se lleva a los que más quieres y el ser humano siempre ha tendido a dejar arregladas las cosas antes de que la muerte venga a visitarle. Ser capitán de remolcador en plena guerra es muy peligroso. Y cualquier explosión puede hacer zarandear esos barcos tan pequeños llenos de fuerza y empuje. Es un puesto que no quiere nadie, pero alguien tiene que conducirlos para salvar material y vidas. Puede que uno de esos capitanes tenga un piso en algún lugar de una ciudad portuaria y allí, dentro de ese pequeño rincón, haya una mujer que está ahí, como el mobiliario de una vivienda, que pasa de mano en mano según el inquilino sea uno u otro. Los capitanes de los remolcadores siempre traen, en un determinado momento, a un posible sucesor. Si la bomba cae demasiado cerca, ya está lanzado el anzuelo. El siguiente se quedará con ese piso tan cómodo y con esa mujer tan especial. Y no es que sea algo especialmente machista, o despreciativo hacia ella, no. Es que todos ellos caen rendidamente enamorados y desean con todo su corazón que ella no esté sola, ni pase hambre, ni vague sin rumbo por las calles de esa ciudad fea y desesperanzada. No caen en la cuenta de que ella mira sin descanso por la ventana, esperando el regreso del capitán de remolcador, ganando un día más al amor, perdiendo un día más de la vida.
Ella es Sophia Loren, melancólica y aún así, bella hasta el dolor. El veterano capitán es Trevor Howard, que siente a la muerte dejando su aliento en el casco de su pequeño barco y trae a William Holden a casa para que vea dónde podrá vivir en poco tiempo. Y eso significa una pérdida, una llegada, una confortable sonrisa, otra partida, otra espera, otra fatal certeza, otro capitán…y así uno tras otro, hasta que la guerra deje de cobrarse sus víctimas y la locura se espante alrededor de esa mujer. En realidad, ella es el remolcador de esos hombres heridos que no aguantarán mucho tiempo más en medio del proceloso océano del peligro.

Carol Reed dirige la película con especial maestría a pesar de que, incomprensiblemente, hay un salto en el montaje justo en el desenlace que hace que la película tenga un final discutible y poco definido. No se entiende demasiado bien lo que ocurre y, lo que podría ser otra historia de amor que no es más que un breve encuentro entre los combates del mar, se queda en algo frustrado y frustrante, algo decepcionante, algo que, de alguna manera, ahoga el enorme placer de ver a esos actores bien dirigidos en una historia que agarra el corazón en plena alta mar y lo remolca hasta el consuelo de una libertad que algunas personas merecen más allá de lo comprensible.

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