viernes, 27 de abril de 2018

EL JURADO (2003), de Gary Fleder

Debido a las festividades del día del Trabajo y del día de la Comunidad de Madrid, no habrá un nuevo artículo hasta el jueves día 3 de mayo. Mientras tanto, no dejéis de ir al cine. Merece la pena.

Hay veces en las que vale más ser observador que un miembro activo de cualquier grupo. Y eso es aún más válido si eres parte de un jurado. Sentado en la mesa de deliberaciones puedes llegar a observar de dónde vienen tus compañeros, cuáles son sus comportamientos, sus debilidades e, incluso, sus sueños. Algo muy delicado si, además, eres un infiltrado que pretende inclinar un veredicto hacia uno u otro lado según la mejor oferta. Habrá que hacer demostraciones de poder y seguir hacia adelante cuando las cosas se pongan feas, pero no deja de ser interesante manipular las consecuencias de los actos de los jurados para demostrar que se tiene poder para obtener la inocencia o culpabilidad de una armería que solamente ha dado facilidades para vender sus productos. La demanda es millonaria y los intereses que se ponen en juego son muy poderosos. Ya se sabe. El imperio de las armas mueve el crimen y gran parte del dinero. Y que cada ciudadano tenga derecho a llevar armas es una locura.
Rankin Fitch, por otro lado, es un analista de elección de jurados. Nunca falla. Tiene todos los medios a su alcance y carece de moral, de complejo de culpabilidad o de cualquier sentido decente. Él solo hace su trabajo sin preocuparse de las consecuencias que pueda tener. Si hay que trabajar para que una empresa que vende armas tenga razón, se hace sin ningún cargo de conciencia. Es un lince para calar a esos desgraciados a los que les ha tocado la gracia de formar parte del tribunal. Y engañarle es una tarea difícil, por no decir imposible. Pero, quizá, esa falta de moral y de conciencia también es el ingrediente perfecto para que su memoria sea volátil y efímera. Y el pasado va a ir a buscarle con toda la fuerza posible. Puede que sea el último caso de Rankin Fitch.
El choque de trenes está servido. Nick Easter es el jurado infiltrado y hará demostraciones de poder para probar que tiene influencia sobre el resto de elegidos. Estará ayudado desde fuera, desde luego. Porque, en el fondo, Nick Easter es un romántico y todo lo hace por amor. Al otro lado del juego, estará Adam Roark, un abogado íntegro que, tal vez, sienta la tentación de corromperse para alcanzar sus objetivos. Nadie puede saber hasta dónde llega su honestidad. Y Roark tampoco. El caso está servido y estará visto para sentencia. Los millones circulan. Las amenazas veladas se ponen en marcha. Todo es un juego en el que alguien saldrá muy mal parado.

Es cierto que esta adaptación cinematográfica de la novela de John Grisham está muy por debajo de su original literario, pero no deja de ser una buena película, apasionante en su desarrollo, con mucho ritmo, con interpretaciones notables de John Cusack, Rachel Weisz y Dustin Hoffman y, sobre todo, de Gene Hackman, dominador de todas las escenas con una sabiduría reservada solo a los grandes actores. Al fin y al cabo, si hay elementos empeñados en corromper el sistema judicial, también puede haber otros que intenten preservar su auténtica función. Y eso hace que los ciudadanos tengan la seguridad de que algo podrá ir más allá de la simple venganza o del taimado interés.

jueves, 26 de abril de 2018

UN LUGAR TRANQUILO (2018), de John Krasinski

Silencio. No se debe escuchar nada. Los cristales deben almohadillarse. Las lágrimas deben ser ahogadas con un mordisco en los nudillos. Los gritos tienen que ser mudos. Las pisadas tendrán que convertirse en huellas fantasmales. Silencio. Palabra que significa vida y defensa. Agua que corre en el inmenso cariño de una familia que lucha por la supervivencia intentando protegerse unos a otros. Quimera imposible ante un nacimiento. La muerte desea ruido. Y el silencio mata a la muerte. Silencio.
Todo debe ser pensado y la comunicación fluye a través de signos. Con eso no contaba el enemigo. No pueden ver sin ruido. No saben moverse sin algún estruendo que les guíe. Silencio. El invasor se desliza entre las sombras y está buscando las últimas presas para que ese mundo que un día estuvo inmerso en el escándalo vuelva al silencio sepulcral del que nunca debió salir. Silencio. Quizá sea el que se antoja necesario cuando una sordera se hunde en la culpabilidad y el miedo comienza a ser dominado. El miedo siempre crece cuando hay silencio a su alrededor, por eso la noche es tan temida. Ya nada es lo que era. El agua se ha convertido en grano y el ruido, en agua. Tranquilo, todo es una cuestión de dominio. Silencio. Guarda silencio. No te muevas. El horror te busca y el silencio te cubre.
Hay que reconocer que el actor y director John Krasinski ha realizado un excelente trabajo con esta historia sin apenas diálogo y buscando el pavor y el alivio en el rostro de los protagonistas. Emily Blunt resulta eminente como esa mujer que se sobrepone al dolor y lo contesta con un aterrador silencio lleno de sangre y amor. La tensión se siente durante toda la película y parece que no hay demasiadas salidas para encontrar un respiro para gritar. La mesura se halla en los sustos y la inquietud no deja de revolotear durante esa larga noche de luces blancas y rojas a través de una maravillosa sobriedad tras las cámaras y una estupenda banda sonora de Marco Beltrami. Silencio. Cállense. No digan nada. Sólo vayan a verla. Saquen sus conclusiones. Y luego díganme si serían capaces de vivir así con tal de no morir.

Y es que el terror es algo difícil de contener cuando se trata de una historia planteada con sus hechos consumados, de origen desconocido, pero suponible. Se intenta mantener la cabeza fría y acudir a la imaginación para sortear los peligros que se esconden el bosque, en los maizales, porque es como si los peores sueños se hicieran realidad. Stephen King planea sobre la historia como referencia clara y las reacciones se presentan naturales, como si esos personajes que buscan la vida ante todo pudiéramos ser nosotros. El ruido debe ser mudo. Silencio. Contengan sus gritos de pánico. La muerte se halla al otro lado de las ondas sonoras y no hay escapatoria. Es conveniente que mi opinión se apague y se deje paso al vacío, no vaya a ser que atraigamos a las criaturas más indeseables. Y hay que conseguir que al lado esté esa persona que lo haría todo por ustedes. Sus lágrimas valen vidas. Su valor llora días. Su tiempo se abraza con fuerza a su amor. Y su amor es usted. Lo demás no tiene importancia. ¿Y saben por qué? Porque, si esa persona está ahí, se puede vencer a todo. ¿Se lo van a perder? Shsss…silencio…

miércoles, 25 de abril de 2018

UN DÍA DE FURIA (1993), de Joel Schumacher

El calor se hace insoportable dentro del coche y la maldita mosca no hace más que buscar el centro de la piel. El tráfico está totalmente atorado y ya no hay más sitio para los gritos y las carcajadas de los de al lado, las niñerías de los infantiles pasajeros del autobús escolar y el repetido, cansino e irritante sonido del claxon ajeno. Ya está bien. Todo es una agresión que puede llegar a hacer rebosar el vaso y hacer que la furia se desborde. Unas monedas y un coreano que no sabe hablar y que pone unos precios abusivos. Unos desgraciados pandilleros juveniles que dicen no sé qué de su territorio. Una bolsa llena de armas. Una hamburguesa que no se parece en nada a la que sale en la foto…El calor agobia, la ciudad se resquebraja y cada palabra que sale de los demás es toda una bofetada en la cara. Hasta un individuo de estética neonazi y cerebro empobrecido se cree que alguien puede tener algo en común con él. Ha habido demasiadas derrotas por el camino y solo un hogar puede proporcionar algo de consuelo en medio de tanta agresión verbal, moral, física, perdida, inútil. Habrá que atravesar toda la ciudad, como Ulises intentando regresar a Ítaca mientras los cantos de sirena que se clavan como astillas en la cara llamarán insistentemente hacia la violencia. Furia. Ira. Desprecio. Nada.
Tal vez, el peor pecado haya sido tenerlo todo y haberlo dejado escapar. El hogar estable, feliz, con sonrisas y cariños fue posible y estaba ahí mismo, al alcance de la mano. Pero el desequilibrio que asola y desgasta fue haciéndose un lugar en el ánimo y primero vino la contestación inadecuada, luego el tono más alto que otro, más tarde el trastorno por cosas que no tenían la menor importancia. Por último, esa ira ya incontrolada y traidora, que asomaba como un ladrón en busca de su dinero y que, después, era imposible de atajar. El calor, en realidad, siempre ha estado ahí. No se fue nunca porque en casa se desmoronaba todo, en el trabajo se formaba parte de un sistema injusto e inhumano, en la vida se era parte de una basura sobrante que buscaba respuestas donde no las había e, incluso, se inventaba preguntas que no tenían sentido.
Allá al otro lado del asfalto ardiente y sin piedad, también hay un hombre que, detrás de una placa, tiene todos los motivos del mundo para rebelarse, pero se mantiene en su cordura, en acomodarse a los problemas que la vida le ha dado, que han sido muchos, y que, aún así, todavía le hacen creer que es un afortunado. Hay una mujer, algo trastornada pero que le necesita, esperándole en casa. La vejez ha llegado sin avisar y su jefe es humillante y despreciativo. Ya va a sobrepasar esa puerta que le convierte en un inútil sin oficio y sin beneficio. Pero aún así, vive. Sabe dónde está la belleza de vivir. Y mantiene la calma que, en el fondo, es el colchón donde duermen todos los ánimos.

Estupenda aunque algo irregular película dirigida por Joel Schumacher, en la que se ponen de manifiesto las angustias del hombre de hoy, acuciado por deudas, por la falta de tiempo, por la violencia ejercida sin descanso a su alrededor y que trata, por todos los medios, de encontrar una salida a la locura. Lo que no sabe es que, quizá, esa salida no exista. Y por eso, su mirada no encuentra un lugar donde posarse. Salvo que una pequeña porción de equilibrio aún persista en medio de tanto ruido.

martes, 24 de abril de 2018

EL ÁNGEL EXTERMINADOR (1962), de Luis Buñuel

Si queréis escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla a propósito de "Corredor sin retorno", de Samuel Fuller, podéis hacerlo aquí.

No pueden salir. Todos tienen miedo al futuro. Un futuro en el que puede caber la felicidad, pero también la desgracia. Y ésta siempre puede. En ella está la posibilidad de perder todo lo que se tiene. Sobre todo esa posición acomodada, inútil, vacía, frívola y despreciable que, en el fondo, es lo que poseen esta pandilla de aristócratas y burgueses ociosos. Se trata de quedarse con sus propias miserias como seres humanos y hallarse cara a cara con el lado más feo de sus existencias. Ese baño improvisado en esos carísimos jarrones, esa conversación que trata de convertirse en trascendente y es poco menos que ridícula, ese naufragio continuo cuando se trata de agarrarse al afecto de los demás…El ángel exterminador ha visitado una casa en la calle de la Providencia y ha decidido instalar el miedo en las mentes de sus visitantes. Así no podrán nunca salir de allí.
Ese marco que establece las fronteras del espacio vital es la única ventana que poseen. Van a ver la vida en un túnel, cerrado, aburrido y sin salidas. No podrán traspasarlo aunque quieran. Entre otras cosas porque, como todo les ha sido dado, no tienen imaginación, no tienen la suficiente fantasía como para dar un paso adelante y enfrentarse con el nuevo minuto. Están paralizados en su cómoda posición, ataviados con sus mejores joyas y vestidos, con sus gemelos de oro y sus trajes elegantes, con sus imponentes coches a la entrada y su vacuidad intacta. No van a ninguna parte porque, en realidad, nunca han llegado a ninguna parte.

Luis Buñuel realizó esta obra maestra confinando a una serie de personajes en una habitación con cubertería de plata que, en muy poco tiempo, consiguen transformar en basurero de desperdicios. Ante la pintoresca aventura que les toca vivir frente a sus propios miedos, a sus estúpidas incertidumbres, puso una serie de preguntas encima de la mesa del recibidor y una crítica feroz hacia las clases altas que destacan por su inocuidad mental, su irrelevante aportación y sus escasos recursos vitales que no van más allá de su talonario de cheques. Las ovejas y el gorila que aparecen por el otro lado del quicio que no se atreven a atravesar no son más que despistes que colocó el director para que los sesudos críticos miraran hacia otro lado…algo parecido a lo que hacen los protagonistas de esta historia, expertos todos ellos en mirar solo al lujo, a la pompa, al estatus irritante sin más mérito que el tamaño de su cuenta corriente. Y cuando uno termina de ver esta película, no deja de preguntarse si será capaz de atravesar el quicio de la puerta para dar el siguiente paso. Algunos son náufragos de sus pánicos, otros lo son de sus osadías, y algunos, también, lo son por la escandalosa impasibilidad de los que están más arriba viéndolos ahogarse.

viernes, 20 de abril de 2018

LAS AMARGAS LÁGRIMAS DE PETRA VON KANT (1972), de Rainer Werner Fassbinder

La soledad es el mayor de los miedos para una mujer que comienza a estar de vuelta de todo. Y no sabe, no tiene ni idea, de que no está sola. Pero aún así, se empeña en regodearse en ese arroyo sin fondo que lleva a la depresión y a la locura. Por eso, cuando Karin aparece en su vida cree que es la última oportunidad para amar. Todo en ella parece adorable aunque no sea así. Admite las humillaciones periódicas a las que le somete Karin entre gin-tonic y llamada telefónica. Más que nada porque ya no es amor lo que siente por ella. Es necesidad. Una necesidad que está dispuesta a saltar por encima de cualquier otra consideración en una aburrida casa donde solo está ella, Petra, y su fiel Marlene, la secretaria silenciosa que solo observa y calla cuando, en realidad, lo que desea es un solo gesto de cariño y no de orden. Marlene ama en silencio. Petra ama en medio del ruido. Karin no ama.
Cuando la relación se convierte en una obsesión enfermiza, Karin decide marcharse. Sin mirar atrás, sin dar noticias, sin más rastro que un pasaje de avión, mil marcos y un adiós sin remedio. Petra estará esperando una llamada suya. Como si fuera la lluvia. Como si fuera el sol. Como si fuera un último asidero para convencerse a sí misma que la vida no ha acabado. Por eso, Petra comienza a humillar, comienza a convertirse en Karin con las personas a las que ama. Marlene, su hija, su madre, su amiga Sidonie…Sus lágrimas amargas se transforman en balas hirientes, definitivas, que solo consiguen apartar cualquier posibilidad de acompañamiento en las mejores y en las peores circunstancias. Petra muere por dentro intentando esperar esa llamada de Karin mientras maldice su vida de éxito porque es la que ha permitido que los demás la quieran tanto. Pisotea literalmente su lujo porque lo único que quiere es tumbarse en el suelo, jugar con esa muñeca que tanto se parece a Karin y desesperar porque esa llamada no se produce. Llaman todos y a todos Petra despacha con desdén. Y cuando llega el momento de volverse hacia Marlene, su Marlene, esa Marlene que ha estado despreciada e ignorada, lo hace tan mal que el resultado será la soledad absoluta. Ya solo quedará tumbarse en la odiosa cama y taparse con un edredón nórdico para no volver a sentir inspiración por el trabajo y por la vida, para ahogarse en su propia respiración, para que cada día sea exactamente igual al anterior, salpicado de gin-tonics aderezados con unas buenas gotas de soledad, de bocetos para nuevos diseños que, a buen seguro, nunca serán terminados, de una existencia que, al fin y al cabo, permanecerá para siempre incompleta.

Fassbinder llevó a cabo la filmación de su propia obra y consiguió entrar en el alma atormentada de una historia interpretada íntegramente por mujeres. Sorteó los recovecos del dolor para ofrecer el retrato descarnado de una de ellas que eligió estar sola a pesar de que lo único que deseaba era amar. Y eso es un mal que nos puede llegar a todos.

jueves, 19 de abril de 2018

LA CASA TORCIDA (2017), de Gilles Paquet-Brenner

Cualquiera sabe que el dinero da poder y pudre el alma. El rencor se puede esconder en la esquina menos pensada y la sangre no tarda en aparecer al trasluz de una jeringuilla. En ese momento, el dinero comienza su cacería. Los débiles quedarán apartados. Los ambiciosos jugarán sus cartas. Los inocentes pasarán a ser culpables. Y sólo un extraño puede resolver el enigma de un asesinato premeditado. Quizá todos sean las entrañas de una insidia de tal magnitud que siempre habrá una próxima víctima.
Varios son los problemas que aquejan a esta película. Uno de ellos es el primer tercio de la misma que se revela tedioso, lento, carente de interés por mucho que el misterio esté planteado y dispuesto a ser resuelto. Otro puede ser la falta de definición del actor protagonista, Max Irons, que otorga a su personaje un aire poco creíble en su permanente búsqueda entre lo negro y el salón de té. Aún otro más es que todo suena a un poco falso, a que nadie se ha creído del todo lo que se estaba contando y, en determinado momento, se notan los engranajes de todos los caracteres. Y por último es que, bajo los ropajes de la intriga, todo se viste de melodrama y la película parece navegar sin un rumbo claro y, sobre todo, sólido. Parece que todo se desmigaja como una pasta a las cinco de la tarde.
Aún se podría añadir alguno más como la torpeza en la dirección, con una planificación que, en algunos momentos, parece demencial; o que, en un vano ejercicio de virtuosismo, se trate de acelerar el ritmo para despertar a todos aquellos que se han dormido en los primeros tres cuartos de hora. También tiene aciertos, como el trabajo de Glenn Close, que ilumina la escena cuando está en ella, o un par de situaciones de tensión bien resuelta, o la excelente ambientación situada a finales de los años cincuenta. Sin embargo, nada termina de encajar. Parece como si la historia, y no la casa, es lo que estuviera torcido. Y es que no es fácil retratar los interiores de una familia de auténticos despreciables con un asesinato de fondo. Sobre todo si esto último no importa demasiado.

Las luces de la calle se filtran entre las persianas de ese sabueso que tuvo que elegir cuando no pudo amar más. La cuarteada sombra parece acusarle de mediocridad porque no corrió para recuperar a quien se fue de su lado. Claro que lo mismo se puede decir de ella. No obstante, basta una mirada a su entorno para comprender que esa chica hermosa e ideal nunca podrá tener una pareja estable. Esa familia, los Leónides, disfrutan destruyéndose unos a otros y se necesita mucho ojo detrás de la cámara para poder retratar con propiedad toda la alta suciedad. Y el director Gilles Paquet-Brenner no lo tiene, como tampoco lo tiene su guionista, Julian Fellowes que también perpetró el guión de una de las películas más sobrevaloradas de la historia como es Gosford Park, de Robert Altman. Tal vez por sus mentes pasó la idea de que bastaba con agazaparse detrás del nombre de Agatha Christie para que la gente pudiera tragarse cualquier cosa. Incluso una mala película con una buena historia. O viceversa. No se preocupen, si afinan el sentido, sabrán enseguida quién lo hizo. Lo demás es sólo relleno.

martes, 17 de abril de 2018

MILOS FORMAN: LA IMPURA GENIALIDAD



Parece que toda la obsesión de Milos Forman se centraba en presentarnos a una serie de personajes de genialidad indiscutible, pero que llevaban consigo un reproche en determinadas actitudes privadas y públicas, como si quisiera expresar que los genios, por el mero hecho de serlo, no tienen por qué ser excelentes personas. Eran personajes que siempre estaban al filo de nuestra simpatía. Por otro lado, no cabía duda de que era un director de acabado formal perfecto, algo frío en algunas ocasiones, pero con una mano de oro enfundada en un guante de terciopelo para dirigir actores. Y sus películas, invariablemente, causaban una inusitada expectación.
Checo de nacimiento, su proyección internacional se produce con una comedia curiosa, El baile de los bomberos, pero su emigración a los Estados Unidos se produce antes de tiempo por culpa de la triste Primavera de Praga y, allí, en las Américas, realiza un film independiente y de bajo presupuesto titulado Juventud sin esperanza, que llama la atención porque se ve que hay un director con cosas que contar. Donde realmente su talento comienza a ser incuestionable es en la excepcional Alguien voló sobre el nido del cuco, basada en la obra de Ken Kesey que Kirk Douglas y Gene Wilder representaron sobre el escenario. Douglas compró los derechos y nadie quiso llevar adelante el proyecto, así que se los regaló a su hijo Michael. Éste se asoció con Saul Zaentz y la impecable realización de Forman culmina con unas extraordinarias interpretaciones de Jack Nicholson, la impresionante Louise Fletcher como la enfermera Ratched y Brad Dourif. Este sobrecogedor relato sobre las instituciones mentales y sus brutales torturas morales contrasta con ese blanco esterilizado y aséptico que recubre el aspecto visual del film tan sólo fracturado por ese bosque hacia el que corre el indio que no habla, pero que habla, árboles de libertad, ambiente al que pertenece como una fantástica parábola de la fuerza de voluntad para salir de la enfermedad mental. Quizás Forman, además de ajustar cuentas con su pasado más reciente, también nos dice que, para curarse, hay que querer curarse y que ésa sea, posiblemente, la mejor solución. Una excepcional película que le vale su primer Oscar.
A partir de aquí espacia sus proyectos durante años debido a su fama de director atento al más mínimo detalle y, desde luego, no parece ser el hombre más adecuado para adaptar el musical Hair. En toda ella hay una cierta emoción hacia la rebeldía y hacia la amistad verdadera, de auténtico estremecimiento en ese momento en el que Treat Williams, asumiendo la personalidad de su amigo John Savage, va camino del avión que le va a llevar a Vietnam para morir en su lugar mientras canta aquello de “…and I believe in Claude, that´s me, that´s me, that´s me…” dentro del himno que supuso para toda una generación el tema Let the sunshine in.
Tres años después, Ragtime, una película que nos habla de los cimientos de un país construido sobre bases de violencia y racismo. Una película elegante, no muy reconocida en el momento de su estreno aunque tuviera ocho nominaciones al Oscar que, además de significar la vuelta al trabajo de un ya anciano James Cagney después de veinte años de retiro, nos descubrió a un magnífico actor, ya malogrado, llamado Howard Rollins Jr., que, algún tiempo después, también haría un excelente trabajo en Historia de un soldado, de Norman Jewison. La película habla con autoridad de los turbulentos años de principios de siglo con el embrión de la brutalidad racista y su respuesta desmesurada como única salida en un país que no daba tanta igualdad de oportunidades como siempre se ha creído.
Quizás la mejor película de toda la carrera de Milos Forman sea Amadeus, basada en la obra teatral de Peter Shaffer, pero adaptada con una sabiduría incomparable. Desde el principio del film, con el intento de suicidio de Salieri acompañado por los extraordinarios primeros compases de la Sinfonía número 25, de Mozart, sabemos que estamos ante una obra excepcional que nos habla sobre la angustia de la creación, de la mediocridad, de la envidia teñida de admiración, del genio y de la posteridad con secuencias tan mágicas como el dictado del Réquiem de Mozart a Salieri; o el momento en que el compositor italiano ojea el cuaderno de trabajo de Mozart, instante en el que confluyen el dolor y la belleza, la decepción y la perfección, la ira y la rendición. Además de todo ello, está la memorable interpretación de Murray Abraham como Salieri y la irritante recreación de niño nunca crecido que asegura que es “un hombre vulgar pero con una música que no lo es” que hace Tom Hulce como Mozart, ese genio que, al pie de una estatua situada en la ladera del Monte de los Capuchinos, en Salzburgo, se le tilda de “joven, grande, tardíamente reconocido y nunca alcanzado”. Con esta película, Forman alcanzaba su segundo Premio de la Academia.
Después de hacer esperar al público varios años, Milos Forman aborda la adaptación de Les liasons dangereuses, de Choderlos de Laclos con el título de Valmont pero, durante el rodaje, llega hasta sus oídos que, simultáneamente, se está rodando otra versión de la misma historia dirigida por Stephen Frears, Las amistades peligrosas, con un espectacular reparto encabezado por Glenn Close, John Malkovich y Michelle Pfeiffer mientras que Forman, en los mismos papeles, tiene nombres menos llamativos para el público como son los de Annette Bening, Colin Firth y Meg Tilly. Dado que la competencia feroz nunca ha sido buena porque da lugar a odiosas comparaciones, Forman decide retrasar el estreno durante un año. Aún cuando su versión es correcta, queda totalmente empequeñecida ante la mejor dirección de Frears, de cariz más espectacular, más ágil y más brillante, con tonos más vivos, con espléndidas interpretaciones y un guión de mayor altura firmado por Christopher Hampton. Valmont es una película más oscura, más íntima, más pausada, más personal si se quiere, pero menos universal y algo más indulgente y romántica. Tal vez hubo demasiada cercanía en el tiempo y de lo que no cabe duda es que Valmont constituyó un enérgico paso atrás en la carrera de Forman. Tanto es así que el director se quedó sin su sempiterno productor, que le había acompañado desde los tiempos de Alguien voló sobre el nido del cuco, Saul Zaentz, y le cuesta nada menos que siete años encontrar otro que, finalmente, resulta ser Oliver Stone.
El proyecto que decide rodar es El escándalo Larry Flynt, sin duda una historia muy al gusto de su productor sobre la rebeldía del editor de la revista Hustler (un notabilísimo Woody Harrelson) que entabló una batalla legal contra la justicia estadounidense por culpa de la osadía de sus publicaciones. Los absurdos pleitos en los que se ve metido (al fin y al cabo, él no engañaba a nadie sobre los contenidos de la revista y todo se solucionaba comprándola o no abriéndola) que, en ocasiones, fueron convertidos en un circo grotesco para llamar la atención del público, también es una lucha a favor de la libertad de prensa y de expresión. Otra vez Forman nos presenta a uno de sus genios impuros con una presentación brillante aunque con la evidencia de una producción más modesta.
En cambio Man on the moon, recibió muy malas críticas y, tal vez, no es una película tan mala. Presenta grandes dificultades llevar al cine la historia de un cómico que disfrutaba con la provocación y con la confusión a través de dobles personalidades para lograr que la película sea algo coherente y que, sin embargo, esté dominada por ese permanente espíritu de contradicción. Por si fuera poco, la interpretación que Jim Carrey realiza del cómico Andy Kaufman es más que sobresaliente y hay momentos realmente innovadores (comenzar la película por los títulos de crédito finales es toda una osadía además de una declaración de intenciones) y, una vez más, algo de genialidad reprochable hay en un hombre que no dudó en invitar a todo el público asistente a su recital en el Carnegie Hall a leche con galletas por reírse con sus chistes.
Su última película fue Los fantasmas de Goya que fue otro fracaso decepcionante. A pesar de que Forman puso mucha de su sabiduría visual para plasmar el universo del inmortal aragonés, la producción estuvo sembrada de dificultades que se acentuaron con la mala relación de Forman con el actor Javier Bardem debido a sus diferentes puntos de vista a la hora de enfocar su contradictorio personaje. Eso, en definitiva, lastró una película que se perdió en explicaciones innecesarias, pero que se combina con otros momentos brillantes (Goya, interpretado por Stellan Skarsgard, alejándose por un callejón mientras unos niños bailan alrededor de un carromato atestado de muertos) que dejan constancia de la gran película que podría haber sido si Forman hubiese contado con una mayor coherencia en el guión y un actor más dispuesto a colaborar.

Milos Forman se ha ido. Ya no volveremos a saber de él. Ya no podremos experimentar una sensación cercana a la desmitificación (no acompañada de desglorificación) de genios mirados con ojos de cierta reprobación. Algo que, en sí mismo, entraña una dosis justa de paradoja, que hace que su cine siempre pueda verse como algo nuevo y diferente a pesar de abundar con insistencia en el mismo tema. Tal vez, él mismo fuera un personaje propio de sus películas y quien habla de lo que sabe, sabe de lo que habla. De ahí que su cine fuera tan perfecto, tan medido, tan fascinante en la puesta en escena y, al mismo tiempo, tan sencillo, tan impresionante, tan limpio de estilo…y tan impuro.

TORPEDO (1958), de Robert Wise

Si queréis escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla a propósito de "La leyenda del indomable", de Stuart Rosenberg y con Paul Newman, podéis hacerlo aquí.

Avanza en silencio. Busca la presa. La venganza es la espoleta. Demasiados hombres perdidos. Demasiado orgullo herido. Hay que volver a encontrarse con la bestia japonesa y mandarlo al fondo del mar con un disparo de proa. Listo, rápido, audaz. Sin concesiones. Las hélices dejarán la estela de todas las intenciones. Avanza en silencio, maldito torpedo.
Avanza intenso. Sin descanso. Buscando el acero en el que hincarse. Procurando la herida del monstruo. El mar aportará su mudo testimonio. Las pequeñas olas chocarán contra el casco como intentando llamar la atención de la muerte. Todo será inútil. El azar se presentará y el segundo oficial del submarino asumirá el mando. Y es un hombre competente, que no pestañea a la hora de tomar una decisión. El Akikaze espera en los estrechos de Bungo, agazapado, presto para el combate, aparentemente dormido. Solo un disparo. Solo un grito de guerra. Y así muchas almas descansarán mejor y la conciencia acallará sus gemidos. El sonido de la guerra en el agua. Sin supervivientes.

La novedad de esta película radicó en el conflicto entre el Comandante Jefe del submarino y su segundo, que, en aquella época, no había sido abordado por el cine en una historia de fondo bélico. Más tarde, otros títulos se han fijado en ella, como puede ser la estupenda Marea roja, de Tony Scott, pero esta película de Robert Wise fue la primera de todas ellas si exceptuamos las intenciones que albergaba Rebelión a bordo, de Frank Lloyd. No en vano tiene un protagonista en común como Clark Gable, que en su madurez estaba entrando en una etapa de sabiduría envidiable. A su lado, Burt Lancaster, fuerte y seguro, convencido e imponente. Dos actores que mantenían su particular, aunque muy educado, duelo dialéctico en las reducidas paredes de un submarino en plena guerra del Pacífico. Comenzaban a caer los mitos que habían surgido a raíz de la Segunda Guerra Mundial porque no había tanta unidad, ni tanto compañerismo, ni tanto respeto en el bando aliado. Las pasiones personales, como la venganza en este caso, se alzaban como condicionantes de unos hombres que tenían que cumplir con su deber, pero que también estaban mediatizados por sus circunstancias. Y es que no dejaban de ser personas que sufrían, que morían y que, entre medias, sentían. Los galones imponían disciplina pero tal vez no tanto respeto. No eran militares perfectos sin sentimientos. Eran hombres enviados al matadero y por eso podían estar sujetos al error, a la envidia, a la ambición, a la ira…Nadie estaba a salvo porque sus debilidades eran como torpedos que avanzaban en silencio, avanzaban intensamente en busca de las víctimas de la moral y la corrección. La guerra, al fin y al cabo, no hace más que servir de acicate a la corrupción que habita dentro de cada uno de nosotros. Por mucho que haya un deber que cumplir.

viernes, 13 de abril de 2018

PODER ABSOLUTO (1997), de Clint Eastwood

Luther Whitney siempre se ha agazapado en las sombras para ver lo que nadie más ve y coger lo que nadie más se atreve a coger. En esta ocasión, va a coger lo que no debe y presenciar lo que no puede. Y deberá tirar de su larga inteligencia para que la maquinaria del poder no le aplaste bajo la excusa de la caza de un ladrón que ha cometido un error y ha matado a alguien. Eso, con su permiso, es coger el camino equivocado. Para empezar, Luther Whitney no comete errores. En segundo lugar, es un hombre que tiene muy claro hasta dónde puede llegar. Y el asesinato es una línea roja que jamás ha querido traspasar.
El asunto se complica cuando su hija, esa chica que le desprecia porque cree que la abandonó junto a su madre, está siendo usada como cebo. El Servicio Secreto de los Estados Unidos se mueve rápido y ese policía, Scott Frank, es muy bueno. El cerco se estrecha, Luther. Querías dar un último golpe para tener una dorada jubilación lejos de aquí, pero esta vez no va a poder ser.
Y es que hay cosas que Luther Whitney no soporta. Una de ellas es la mentira impostada, con el fin de impresionar y ofrecer una imagen diferente. Mentir es necesario, pero solo para mantenerse dentro de los rígidos o flexibles códigos de ética que cada uno quiere llevar. Y ese tipo que sale en la televisión, secándose las lágrimas y proclamando lo buena persona que es y cuánto se preocupa, merece un par de lecciones de un ciudadano cualquiera que vio lo que tenía que ver y se convirtió en el blanco de sus cacerías. Si hay algo que Luther Whitney no ha perdido con la edad, es la calma. Y va a derrocharla para hacer que las estructuras del poder se tambaleen seriamente.

William Goldman, guionista de esta película basada en un best-seller de David Baldacci, dijo que “Puede que Poder absoluto no sea una gran película, pero todo el mundo debería tener la oportunidad de trabajar con Clint Eastwood”. Y aquí se pone de manifiesto cómo, con un argumento pequeño y prometedor e irremediablemente comercial, Eastwood dirige con precisión, sin un plano de más, sin una información de menos, extrayendo lo que necesita de ese elenco maravilloso que le rodea y formado por Laura Linney, Ed Harris, Scott Glenn, E. G. Marshall, Judy Davis y, sobre todos y ante todos, Gene Hackman. Ellos son, junto con el director, el poder absoluto de una película que se deja ver con la mirada segura y furtiva, casi leve, de quien sabe que es superior a los demás y no quiere demostrarlo. Sí, todo el mundo debería tener la oportunidad de trabajar con Clint Eastwood.

jueves, 12 de abril de 2018

CAMPEONES (2018), de Javier Fesser

En ocasiones, perdemos de vista nuestra propia esencia. Ya no nos acordamos de la ilusión que nos producía competir dentro de un colectivo y ya sólo importa ganar, sin atender a consideraciones humanas, sin saber qué era lo realmente valioso de un esfuerzo que consistía, sobre todo, en superar miedos para que la victoria ocurriera en el interior, como si sólo el instante fuera la canasta de tres puntos, o el gol de bandera, o el récord de leyenda. A veces, es necesario que los demás nos recuerden cómo era la inocencia, la ingenuidad, el cariño y nuestra medida como seres humanos.
Nos hemos esforzado a conciencia para hacer de menos a los que son diferentes sin caer en la cuenta de que ellos tienen muchas respuestas que ya permanecen en algún lugar recóndito de nuestra memoria. Y son seres humanos con muchas más grandezas que los demás. Tal vez porque conservan intacta esa ingenuidad tan maravillosa que hace que un pequeño triunfo sea la mayor de las conquistas, que hace que una mínima palabra de aliento sea la mejor de las motivaciones. Sólo hay que poner en marcha la inteligencia, la sabiduría que hemos atesorado en lo que más conocemos, aprender nuevos lenguajes para llegar a aunar objetivos. Quizá una risa a tiempo valga más que un marcador favorable. Quizá dejar huella de nuestro paso por el mundo sea marcar de forma indeleble nuestra calidad humana.
Así, es posible que lleguemos a comprender determinadas cosas que nos agobian de forma absurda y nos coloquen en el siempre delicado e incómodo terreno del inconformismo. Y todo pasa porque el verdadero juego se dirime en nuestras amistades, en la seguridad de que, si nos divertimos, es más fácil alcanzar lo que nos hayamos propuesto. Ellos, esos seres diferentes y, sin embargo, tan iguales, mantienen el auténtico significado del deporte que es la lucha entre amigos, y no entre enemigos. En ocasiones, sí, debemos tener el rol de alumnos y aprender de aquellos que, con su inocencia y su verdad particular, poseen muchas, muchísimas respuestas.
Javier Fesser ha articulado una película sólida, con grandes momentos de comedia, con aires reivindicativos cargando las tintas en la vertiente más humana, con clase, con cierta pasión por el clasicismo, no dejando nada al azar porque todo ocurre por una razón. El trabajo de todo el reparto es estupendo, desde el primero hasta el último, porque, de alguna manera, todos creen en lo que hacen. La canción de Coque Malla resulta idónea y, con las dosis justas de emoción, se sale con una sonrisa, con cierta sensación de haberse llevado la lección bien aprendida a través de un cine valioso, entretenido y justo. Y ése es un pase que no es tan fácil de ejecutar.

Por supuesto, Fesser acude a la sencillez que, en algunos casos, resulta algo simple como ese coche de línea que cubre el trayecto de Cuenca a Madrid y que, más bien, parece un autobús urbano; o con ese campo atrás descarado para llegar al momento culminante de una aventura que sus protagonistas convierten en apasionante, desenfadada y con un trazo que está lejos del grosor. Por ello, la historia tiene mérito, la satisfacción encesta y la falta personal es para aquellos que no quieren entrar en la cancha. Y eso es una lección de técnica y de moral, como una inspiración especial para acertar con el último tiro libre del divertimiento bien entendido.

miércoles, 11 de abril de 2018

PELHAM 1, 2, 3 (1974), de Joseph Sargent

El secuestro de un vagón de metro. Impensable. Increíble. Inaudito. Se desenganchan del convoy y piden un rescate. Hay que correr porque son unos tipos bastante inflexibles que tratan  de tener en jaque a toda la ciudad. El alcalde paga porque no tiene más remedio. Los túneles son la noche urbana y es difícil saber lo que van a hacer. Nunca hubieran entrado si no tuvieran una idea para salir. No hay nada como poner un poco de pánico en las vías para distraer la atención. Vamos, Pelham 1,2,3. ¿Dónde estás?
El teniente de la policía de transportes Zachary Garber trata de penetrar en la mente del señor Blue, un hombre frío que no presenta ningún problema a la hora de asesinar a alguien con tal de conseguir sus objetivos. Esto no es terrorismo, es terror delincuente, es un simple rescate a cambio de unas cuantas vidas. Ellos no pueden escapar. Los captores, tampoco. Y el ritmo de las ruedas es imparable. El metro, con su universo de olores y comportamientos, apenas puede creer qué es lo que está pasando en uno de sus túneles. No es un buen sitio como para ponerse nervioso. Disparar a lo loco puede traer más de un disgusto y ya hay alguna víctima que otra. ¿Cuándo actuará el policía que está dentro del vagón? ¿Hay un policía? Sí…pero ¿qué puede hacer?
El mercado de mercenarios se agotó en los países tercermundistas, el despido injusto por trapicheo de drogas en las estaciones puede ser un buen móvil, la huida de ambientes mafiosos no es fácil de ejecutar, sobre todo porque hay determinadas actitudes que parecen nacidas en el mismo centro de los barrios más conflictivos. Nueva York se estremece ante el secuestro y lo único que hay que hacer es adelantarse al próximo movimiento de estos tipos. Algo que se antoja tremendamente difícil cuando no han cometido ningún error. Salud. Cuídese el resfriado.

Un ritmo endiabladamente demoledor en una película que resulta mucho más efectiva que la versión que realizó hace pocos años el desaparecido Tony Scott. Con interpretaciones excepcionales de Walter Matthau, Martin Balsam, Robert Shaw y Héctor Elizondo, parece que viajamos en ese sucio vagón que atraviesa la ciudad de parte a parte y resulta retenido por un audaz secuestro que nadie se explica. Nueva York es la ciudad de los imposibles y aquí puede pasar de todo. Incluso que un metro salga desbocado en velocidad sin conductor, o que el billete incluya un rapto entre estación y estación. Es el momento de actuar con rapidez. La misma ciudad es capaz de engullir todo lo que le pase y esto es algo que no pasa todos los días. Salud. Cuídese ese resfriado. Deténgase Pelham 1,2,3. La próxima parada es Plaza Acción.

martes, 10 de abril de 2018

RÍO CONCHOS (1964), de Gordon Douglas

Si queréis escuchar lo que hablamos sobre "Seven" de David Fincher en el programa de "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla podéis hacerlo aquí.

No son héroes típicos los que tienen que hacerse pasar por vendedores de armas para descubrir a un loco general rebelde que aún no ha aceptado la rendición. Tanto es así que se está construyendo una casa de arquitectura colonial de Georgia en plena frontera mexicana. Un tipo que no posee ni un solo gramo de cordura y que desaparecerá entre llamas gritando el nombre de su segundo para dar una última orden que solo escuchará el viento. Mientras tanto, por ahí va un antiguo subordinado suyo que ya no cree en nada, que ya no tiene sueños y que le da lo mismo ir en contra o a favor. Dará su palabra y ese es el único rincón en el que aún le queda refugio y honestidad. Lo importante es morir pronto porque ya lo ha perdido todo y no volverá a tenerlo. Por otro lado, también está un mexicano de sonrisa peligrosa, un asesino que no dudará en ser amigo de la traición con tal de llevarse unos cuantos dólares, establecerse en algún lugar perdido rodeado de mujeres fáciles y procurar que el mundo le olvide. Un poco más cerca se halla un capitán del ejército que quiere reparar el error que dio origen a la caza y que tratará de que todos sus actos se guíen por la nobleza, siempre ayudado por un fiel sargento negro, de boca cerrada y músculos a punto, que acabará formando parte del río Conchos, como tantos y tantos otros héroes que merecieron mejor suerte.
Resulta difícil imaginar la cantidad de alcohol que debió de correr durante el rodaje de esta película con Stuart Whitman, Richard Boone, Tony Franciosa y Edmond O´Brien en los principales papeles. Sin embargo, en esos rostros castigados, hay un buen puñado de arte al incorporar a unos personajes que se resbalan con facilidad por lo ambiguo y lo engañoso. No es fácil ir en contra de antiguos compañeros y hacerse pasar por unos traficantes de armas que solo quieren destruir el campamento de ese maldito loco que, al igual que un Walter Kurtz del viejo Oeste, se ha construido una buena excusa al otro lado de la frontera. Costará alguna lágrima, y también habrá que echarle arrojo, pero de lo que no cabe duda es que Río Conchos es una buena película que no demasiada gente conoce.

Y es que en algunos momentos se llega a plantear hasta qué punto vale la vida de cualquiera cuando ya no hay demasiados motivos para seguir adelante. Quizá una muchacha india sabe algo de todo ello mientras el viaje se alarga y la espera muere. En el fondo da igual. La guerra se perdió. Los cariños desaparecieron. Solo queda el rastro de integridad que pueda quedar después de tanta desolación. E, incluso, a alguno ya no le queda nada de todo eso. Es tiempo de dar la cara y demostrar de qué lado se debe estar.

viernes, 6 de abril de 2018

READY PLAYER ONE (2018), de Steven Spielberg

Puede que los senderos de la evolución lleven a la Humanidad a buscar realidades de fuga que poco tengan que ver con la verdad. En un mundo virtual todo es posible y está permitido convertirse en héroe o en villano, en salvador o en asesino, en trampero o en cazador e, incluso, puede que sea tan ideal que eso nos lleve a repudiar la realidad sin caer en la cuenta de que en ella está el auténtico beso, ése que nadie más te puede dar; o el dolor más genuino, ése que nadie más puede sufrir; o la victoria más disfrutada, ésa que nadie más puede saborear.
Y puede que esa misma evolución haga brotar intereses empresariales de tal medida que al poder económico no le interese que la Humanidad vea con sus propios ojos la realidad porque así estaremos entretenidos, sin pensar en otras veleidades propias de la inquietud, buscando un tesoro escondido que nadie sabe hacia dónde nos podrá llevar. La misma tecnología que empieza a hacinar en los rincones a todos aquellos que no sirven para nada puede llegar a ser la droga más buscada y legalizada en un plazo relativamente corto de tiempo. Quizá la realidad que vivimos sea tan fea que ni siquiera somos capaces de atisbar las consecuencias de un futuro que sólo se podrá mirar a través de una pantalla virtual. Sin ningún freno, sin ninguna moderación. Sólo con el vicio de vivir una existencia que no nos corresponde y que, en realidad, no es.
Así que es hora de luchar y de comenzar a conocer cuáles son los límites a los que queremos llegar mientras el mundo, a nuestro alrededor, se derrumba porque, sencillamente, se muere por nuestro desprecio. El pasado es lo que somos y el futuro sólo es lo que podemos llegar a ser y tal como se prevé puede que no lleguemos a ser nada. Debemos seguir investigando para conocer cuál es nuestro límite porque, sencillamente, la genialidad comienza por ahí, en saber cuáles son nuestras limitaciones, nuestras carencias, nuestros vicios repetidos, hasta dónde queremos vivir esas realidades que no existen. Es el momento en el que tenemos que volver a la salida y estar listos para empezar a jugar una nueva partida.
Con un comienzo que hace temer lo peor, Steven Spielberg consigue dar la vuelta con un argumento coherente y bastante educativo a esta historia de avisos tecnológicos y virtualidades excesivas. Por el camino, se detiene en múltiples homenajes que van desde Akira Kurosawa a Robert Zemeckis, de Excalibur a Qué bello es vivir, de mirarse a sí mismo hasta volver la vista hacia El gigante de hierro, de Brad Bird, de El señor de los anillos hasta detenerse con premeditación y alevosía en El resplandor, de Stanley Kubrick. Y el viaje termina por llegar a ser, si no apasionante, sí lleno de fuerza y de sentido, con algún que otro salto narrativo agarrado al trepidante espectáculo visual que ofrece y que puede cansar a algunos. Sólo un director como él podía lanzar tantas ideas, con ese dominio en la forma de rodar y repartiendo protagonismo casi al cincuenta por ciento entre la aventura gráfica y la imagen real surgiendo algo que, sin duda, es cine.
Y es que no hay que olvidar que no importa en qué lado estemos de las pantallas. Nuestra mente sigue siendo la misma allí y aquí y eso es lo que, en el fondo, acabará por hacernos vencedores o perdedores de una partida que se resiste a conducirnos al final. Sea vida, sea muerte, sea acumulación de puntos o sea eliminación del juego.

jueves, 5 de abril de 2018

EL AVISO (2018), de Daniel Calparsoro

Tal vez el orden universal dependa de una compleja ecuación matemática. Puede que el destino esté ordenado en patrones numéricos secuenciales que apenas tienen sentido si no se piensan. Nada está escrito y, a la vez, todo es un reflejo. En el desquiciamiento de la exactitud se halla la respuesta que nadie busca porque, al fin y al cabo, vivimos en plena práctica del caos. Y a lo mejor todo se reduce al mismo absurdo.
Así, si nos ponemos a buscar con la inteligencia como arma, encontraremos casualidades impensables que ahondarán en la esquizofrenia de nuestro razonamiento. No es casualidad que se piense en números radicales cuando el entorno resulta agobiante, descreído, imposiblemente contrastado. El temor invade nuestras vidas con tanta facilidad que ni siquiera nos damos cuenta de que nadamos en mares de pánico y de que no hay lugar para la incógnita. La vida es una estúpida fórmula algebraica que se empeña en resultar infinita.
Uno de los grandes errores de muchos cineastas que creen que ruedan con precisión matemática es su tendencia a la grandilocuencia, a introducir mensajes con calzador porque, en su obsesión por alcanzar lo perfecto, llegan a pensar que todo cabe en su maravillosa historia. Y ése puede ser uno de los problemas que afectan a esta película dirigida por Daniel Calparsoro. Puede que toda esta trama en la que se salta de atrás hacia adelante, con fechas de exacta continuidad, necesitase algo más de solidez, decidiéndose por una dirección concreta y sin disparar en tantas direcciones. El enigma se vuelve drama social, el misterio se torna sobrenatural, el tiempo se conecta por algún fenómeno que se escapa para dar escape a una resolución que llega ser demasiado increíble para que cuadre con todo su desarrollo. Aunque todo esto no importa. Puede ser la apreciación parcial de un loco esquizofrénico que trata de igualar sus resortes mentales y resolver el sistema en el que se ha visto inmerso por obra y gracia del cine. El resultado, sencillamente, es indeterminado.
Bien Raúl Arévalo en su encarnación de matemático consumido por la obsesión de una vida que está sin resolver, al igual que un problema dejado a medias. No tanto Aura Garrido, a la que se le notan mucho los engranajes de la actuación, incluido ese leve acento callejero que pretende despojarla de su clase natural. Gozosa la breve intervención de Julieta Serrano que, con su narración, nos transporta hasta el magisterio. Atinado está Antonio Dechent en su papel de guardián del tiempo y del destino, siempre al pie del cañón de una gasolinera que abre las puertas del teorema. Y así, Calparsoro nos mete en la mochila tantos aciertos como errores y lo que podría ser un apasionante retrato natural de fantasía de dimensiones desconocidas se queda en apenas un recorrido algo cargante sobre una sociedad que está tan enferma que es incapaz de encajar pasado, presente, futuro y desarrollo con un mínimo de coherencia.

Desconecten las máquinas. Es posible que sigamos viviendo después de todo. Nuestra propia Naturaleza nos empuja hacia la supervivencia y el movimiento del universo es algo tan cíclico que se repite cada cierto tiempo, como una broma de mal gusto de un elemento que debería estar en perfecto orden. 

miércoles, 4 de abril de 2018

UNA TERAPIA PELIGROSA (1999), de Harold Ramis

Estoy bien, estoy bien, no me pasa nada, estoy bien. Lo que no puedo asegurar es que no me ponga a llorar diez líneas más abajo, pero estoy bien. Solo necesito respirar un poco de aire puro y pensar con calma lo que voy a escribir. En el periódico ya me están buscando un loquero que haga que desate mi ira interior contra películas mediocres de otra forma y que me quede con lo bueno del oficio, con películas como ésta, pero, no sé, tengo ganas de darle a un cojín y no estoy seguro de que no quiero tirar el ordenador por el balcón. Estoy bien. Solo hace falta que ponga una frase típica de crítico…vamos a ver…”la influencia de Kieslowski en la comedia es de una profundidad que recuerda los escorzos imposibles de Ken Russell y que remite, inevitablemente, hacia el desprecio y el olvido más dolorosos. Todo ello se confirma con esa sucesión de planos langianos que sumergen al espectador en la oscuridad para que vuelva a nacer en el inacabable universo del autor”….Bufff, ya está. Ha costado. Me siento algo mejor. El peso ha desaparecido. Tú….tú….tú…eres bueno…eres bueno porque lo digo yo y ya está. ¿Cuánto te debo?
Nunca me han dicho no. Quizá ese sea uno de los problemas más fundamentales. Lo que digo va a misa y punto. Tal vez por la noche sueñe que voy a comprar unas naranjas a un puesto callejero y se acerquen algunos sicarios para tirotearme por la espalda. Tú me protegerás, Fredo. No lo sé. Todo es muy confuso. Algún trauma de la infancia. Puede que mi primer recuerdo influya porque es un bofetón de mi hermano por cogerle uno de sus coches de juguete, no lo sé. Debería irme al campo unos días y emborronar unos cuantos folios con una serie de exabruptos indescriptibles para liberar mi alma y dar cancha a mis sentimientos. Es una terapia peligrosa y voy a creer que soy Robert de Niro, pero mejor eso a hacerme pasar por Carlos Boyero. Ufff, vuelve la ansiedad. Tengo ganas de terminar el artículo y no sé cómo hacerlo. No, no voy a poner a nadie a caldo. Son buenos chicos y ver de vez en cuando cine malo ayuda también a distinguir cine bueno. Pero antes de que termine estas líneas, tendré ganas de arrancar la cabeza a alguien.
Harold Ramis dirigió esta película con el punto justo de comedia sobre los actores, maravillosos Robert de Niro y Billy Crystal, que sirven de terapia a trastornados obsesivo-compulsivos como yo y que hacen que los miedos se larguen con viento fresco a base de carcajadas y de humor de alta clase. Hace tiempo que no he visto una comedia tan bien pensada como esta, por mucho que tenga balas de absurdo e instantes para recordar con un punto de gamberrismo. ¿Veis? Estoy mejorando. Ya no desato mi ira hacia las películas. Yo las quiero. Soy parte de ellas. Aquí el único que me saca de mis casillas es ese tipo que se encargó del primer asunto antes que del segundo asunto y no hay más que hablar. La ansiedad vuelve. Termino. Va a ser mejor así. Si no, es posible que saque la ametralladora y comience a llenar de sangre la pantalla.


lunes, 2 de abril de 2018

COPLAND (1997), de James Mangold

Freddy tiene la mirada perdida justo en medio del fracaso. Al otro lado del río está Nueva York, esa ciudad que un día él soñó con vigilar. La vida se alió con la suerte y Freddy nunca pudo cruzar el río, nunca pudo convertirse en policía de la gran ciudad. Ahora es un sheriff de una de las ciudades más seguras de todo Estados Unidos. Es la ciudad de los policías… ¿quién va a cometer un delito allí?
Con el tiempo, Freddy aprendió a observar, a guardarse todo lo que escuchaba, a ser un simple espectador de las conversaciones que tienen esos tipos duros que trabajan con el uniforme azul. Ellos son verdaderos policías. Freddy perdió un oído por salvar a una chica de un accidente de tráfico y también ahogó su futuro. Le gustaría poder demostrar, aunque solo fuera una vez, de qué está hecho. Y lo peor de todo es que está rodeado de tipos que valen más que él.
La corrupción llega a todas partes y las largas manos de la Mafia también se posan en la cartera de algunos policías. Asuntos Internos trata de investigar qué es lo que pasa con esa ciudad de policías, tan perfecta, tan limitada a las multas por exceso de velocidad y a alguna que otra borrachera. Freddy tendrá la oportunidad que andaba buscando, pero va a tener que afrontarlo solo, sin ayuda de nadie. Va a demostrar que detrás de ese uniforme marrón, mucho menos atractivo que el de policía de Nueva York, hay un verdadero guardián de la ley, que merece muchos más honores que esa podredumbre que cruza todos los días el río para coger a dos o tres camellos y mantener las apariencias. Freddy sabe disparar como pocos. Aprendió hace mucho. Solo le hace falta meter en la recámara su propio carácter.
Quizá el mejor papel que ha hecho Sylvester Stallone en toda su carrera acompañado de un auténtico reparto de lujo compuesto por Ray Liotta, Robert de Niro, Harvey Keitel, Cathy Moriarty, Annabella Sciorra y Michael Rapaport. Asusta pensar lo que podría haber sido esta película en manos de un director como Martin Scorsese, pero, aún así, la historia tira de ti con fuerza, poniéndose al lado de ese pobre hombre que, como un vaquero cualquiera de una ciudad fronteriza, tendrá que enfrentarse sin más armas que su propio coraje a una cuadrilla de delincuentes que osan manchar la placa de policía. Hay rabia escondida, hay una extraña conciencia de que no tiene demasiada importancia corromperse cuando el fin ha merecido la pena, hay desprecio por quien no ha conseguido lo que ha querido, hay balas que llevan nombres y nombres que parecen balas y también existe la seguridad de que más vale no escuchar algunas cosas cuando alguien trata de hacer lo correcto.